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La abuela no volvió, hubo muchos comentarios sobre su muerte y cómo lo supo. Algunos aseguraron ver la figura de Lola acercarse a la casa en la anterior luna llena, pero no quisieron decir nada para no asustar.

Otros dijeron que su marido se le había aparecido en sueños, arrepentido del daño que le hizo, y la avisó para que estuviera preparada. También hubo quien aseguró que ella rezaba todas las noches a las ánimas para que tres días antes de su muerte la avisaran, y que así lo hicieron, tres toques en la puerta tres noches antes, durante la luna menguante.

Pero todo eran rumores.

Si Eloísa pensó en algún momento dejar a su marido, la pérdida de la abuela le apartó esa idea de su mente. De nuevo hubo sitio en la casa materna, el hueco que dejó la abuela, su trozo de “chabola”, ya no había a quien disgustar, y aunque costó una buena bronca entre hermanas, ella y su familia se instalaron por pleno derecho.

Allí creció Alfonsito, el primer hijo, la llegada de la hermana relajó el ambiente tenso que rodeaba al niño; la atención se repartió entre dos, y para entonces Eloísa ya había decidido comer todos los días aunque tuviera que trabajar, y para atender a tus hijos mejor trabajar limpiando y asistiendo por casas cercanas, ya nunca más interna.

«…En las casas en las que serviste interna aprendiste algunas formas, maneras… no decían palabrotas, incluso casi aprendes a leer, de no ser por los “excesos” del que intentó ayudarte.

Por entonces contabas con once años y un incipiente cuerpo de mujer. Servías en un bar del que tardaste poco en marcharte, comer, comías, es verdad, todo lo que querías, pero, desde el primer día, el trabajo era inacabable, y no te decían dónde dejarías tus cosas, dónde estaría tu habitación; a la noche, al caer rendida tras la limpieza, te señalaron el cuarto de baño con un colchón en el suelo, aquella noche lloraste mucho y dormiste poco ¿quizá de entonces te viene la fobia a las cucarachas?

Un cliente te habló de otra casa y te marchaste enseguida, él era vecino y se ofreció a enseñarte a leer y escribir; a aquella señora no le importaba que pasaras un par de horas a su casa si dejabas todo hecho antes de irte. Tú estabas encantada, el vecino era muy simpático, y empezó tu formación…

-A, e, i, o, u. Repite.

Y, poniendo un dedo en cada letra, repetiste:

-A, e, i, u…

Tu primer error, tu primer coscorrón. Al quinto sopapo, en el momento del “mi mamá me mima”, empezaste a sollozar, tu madre nunca te habría hecho eso, y el amable vecino comenzó a consolarte.

-No llores, Eloíta, la letra con sangre entra.

Y te sentó en sus piernas, te secó las lágrimas, te acarició las mejillas, besó suavemente tu rostro, acarició tu pelo… Para entonces tu ya te querías marchar, zafarte de esas manos que comenzaban a sobetear tus piernas y muslos.

-Suélteme, quiero irme.

-No te preocupes, bonita, yo te voy a enseñar un montón de cosas.

-Déjeme, no quiero aprender.

-Pero eso es bueno, bonita.

Sus manos ya intentaban hurgar bajo tu falda, y tu único objetivo era marcharte de ahí, pero cada vez te quedaba más claro que no te dejaría marchar.

Un codazo inesperado consiguió que aquel soltara una de sus manos, y un rápido mordisco en la otra, seguido de un empujón, consiguió que perdiera el equilibrio, y ambos os desplomasteis al suelo. Tu ventaja fue la agilidad y la velocidad que dan los años jóvenes; y el miedo, eso te salvó.

Al día siguiente la dueña de la casa te reprochó lo poco amable que habías sido con el señor Roso.

“¿Es que no puedes ser un poquito más simpática?, al fin y al cabo él quiere lo mejor para ti, que no seas una analfabeta”. Te habló de más cosas para convencerte de que tu futuro estaba en tu simpatía con los hombres, que ya eras una mujercita, y que podías tener otras aspiraciones.

Pero tú ya estabas prevenida contra esas proposiciones, siempre tuviste un olfato especial para ciertas circunstancias, posiblemente heredaste de tu abuela ese toque instintivo para los peligros, para saber marcharte a tiempo, para no acercarte demasiado a los hombres.

No aprendiste las reglas básicas, y pasaste un poco más hambre, pero tu integridad se mantenía.

Retornaste a la casa de tu abuela, y comenzaste a buscar otro trabajo, esta vez tardó un poco más  en llegar…»